jueves, 27 de septiembre de 2012

A la orilla de la chimenea


En esa casa no teníamos chimenea, tampoco hacía tiempo de encenderla a principios de otoño aunque lo de ir descalza pisando la madera se había terminado y los calcetines de colores tapaban nuestros pies que cada día estaban más blancos como si el verano no hubiese existido y todo fuese marrón y amarillo, como si los días azules hubieran sido un mísero sueño.

Era una tarde de domingo y hacía poco que nos habíamos levantado, yo moría con una de esas resacas en las que sólo quieres abrazar el corazón del amor y morir lentamente mientras suenan canciones tristes. Tú no tenías resaca, sólo ganas de tocar canciones tristes para mi… y para ti, mientras estábamos tumbados en la alfombra del salón.

Me encantaba esa casa del centro de Madrid desde la que podías ir a todos los sitios andando, en la que la luz entraba poco y todos éramos melancólicos corta venas y retozábamos en nuestro dolor interno ante una mínima ocasión. Los tres nos contagiábamos cuando estábamos tristes, pero tu y yo teníamos una conexión especial para sufrir, y que encima nos gustase torturarnos con canciones que hacen daño, escuchando, cantando mal o bien, tocando, susurrando…

Y claro, cuando empezaste a tocar las primeras notas de esa canción de Sabina no pude hacer otra cosa más que mirarte, suspirar como en los dibujos animados y empezar a susurrar aquello de que puedo ponerme humilde y decir que no soy la mejor, que me falta valor para atarte a mi cama...

Tú seguías tumbado en el suelo boca arriba mirando al techo mientras tocabas y canturreabas frases sueltas de la canción que claramente no te sabías ‘Tu manta y tu frío, tu resaca, tu lunes, tu hastío…’

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