jueves, 13 de junio de 2013

Via Margutta 51 (primera parte)

1.

Era martes, el despertador llevaba sonando desde las 8 de la mañana, ella lo retrasaba cada cinco minutos, ahora eran las nueve y cuarto y volvía a sonar el principio de ‘moon river’ desde debajo de la almohada donde había metido el móvil cuando sonó la primera vez. Se sentó en la cama y se hizo un moño en lo alto de la cabeza, se puso las gafas mientras se levantaba buscando una rebeca y en camisón salió desperezándose a la terraza. Frotarse los ojos bajo el sol de Roma la hacía sonreír, ya no había rastro alguno del mal humor que casi siempre había tenido al despertarse, allí todos los días el cielo estaba azul y eso quieras o no, animaba.

El apartamento por el que pagaba menos de lo que valía (le había caído bien al casero) sólo tenía una habitación que hacía las veces de salón y dormitorio, una barra americana separaba la minúscula cocina y una puerta te llevaba al baño. Era un desastre, ella siempre había sido el desorden personificado, pero ahora era la primera vez que vivía sola, que no compartía piso y la misma camiseta podía pasarse hasta tres días en el suelo frente la puerta del baño; y daba igual, nadie gritaba, nadie la recogía, a  nadie le molestaba.
Encendió un cigarro mientras esperaba a que el café subiese en la pequeña cafetera italiana, parecía de juguete, para dos tazas que ella se tomaba seguidas casi sin darse cuenta. Tenía un problema con el café desde hacía años, al principio empezó siendo una bebedora social, tomando un café al sol sentada en las escaleras del instituto después de comer justo antes de entrar a las clases de la tarde, poco después no podía pasar el día sin tomar al menos cuatro. Ahora bebía café cuando estaba triste, cuando estaba feliz, para bajar la comida, cuando tenía hambre… bebía y bebía café sin parar. En pleno punto álgido de postureo se compró una taza termo que llenaba en casa y paseaba por la ciudad, solía llevarlo a la biblioteca y cuando venía la primavera lo paseaba por todos los parques en los que se tiraba bajo los árboles, porque siempre fue de cerrar los ojos entre las sombras y creerse medio feliz.

Comía poco, pero desayunaba mucho, hoy  tenía sobre la mesita de forja tostadas con mantequilla y mermelada como para tres, zumo de piña, queso y fruta. Nunca había salido de casa sin desayunar, cuando quedaba con alguien para desayunar fuera, primero lo hacía en casa, no había problema con desayunar muchas veces, es más, era partidaria de hacerlo, incluso solía cenar desayunando. ¿Por qué? Simplemente porque le hacía feliz, cuando desayunas tienes todo el día por delante, no has estropeado nada hasta que no terminas el café y puedes empezar a pensar. Como siempre, desayunó leyendo el periódico digital, revisó el correo contestando con desgana a los que todavía le preguntaban del por qué de su marcha, con los ojos entrecerrados leyó en Facebook los últimos cotilleos de sus amigos y torció el gesto al ver las últimas fotos de sus compañeros de piso, habían hecho fiesta en casa y estaba todo el mundo en ella, todo, todo, todo … Cerró el mac sin apagarlo.

Bajó las escaleras a la calle saludando a su vecina con un ‘Buongiorno’ y una sonrisa. Tenía comprobadísimo que si ibas por la vida sonriendo caías bien a la gente, aunque hubieras pasado la noche anterior con Alaska sonando hasta las cinco de la mañana, sonreías a tu vecino con un buenos días y nadie era capaz de decirte nada; así se habían salvado de muchas broncas vecinales en Madrid, así y con remesas de galletas que repartía en invierno por el viejo edificio de escaleras de madera.

Eran casi las once de la mañana y hacía un calor horrible en Roma, cruzando las calles buscando la sombra de los edificios mientras andaba sin sentido llegó hasta el Panteon de Agripa y se sentó en una terraza cercana en la que tenía claro que pagaría demasiado por un café con leche, pero no le importó. Estuvo tentada a pedir champán para desayunar, como la princesa Ana, pero claro a su lado no tenía un periodista alto y con traje que pagase, así que mustiando un ‘caffé latte, grazie’ sacó su cuaderno de tapas verdes y se enchufó al wifi con su teléfono para tener una conexión rápida en la que buscar por internet palabras en italiano. Hablaba un italiano fluido, pero cuando se trataba de escribirlo… ahí le asaltaban todas las dudas del mundo, siempre había hecho muchas faltas de ortografía en todos los idiomas que conocía y los signos de puntuación los dominaba regular. Por eso le encantaba la poesía, porque ponía pocas comas, ningún punto y coma, media frase por línea y podía permitirse rimar cosas absurdas, como melón con jamón, y lo hacía con toda su cara, sonriendo cuando las cantaba. Si, ella cantaba en pequeñito, sentada en sofás viejos o de pie a ras del suelo con una guitarra pequeñita que tocaba malamente, pero sonreía mientras lo hacía, y como he dicho antes el sonreír siempre le había salido bien.

Desplegó el arsenal de cosas que llevaba en el bolso sobre la mesa del café, el cuaderno verde, 5 bolis azules, otros tanto negros que no usaba para escribir porque siempre escribía en azul, pero llevaba porsiacaso. También llevaba lápices con dibujos de flores y una goma blanca de Milán, porque la goma siempre tenía que ser blanca y de Milán, el saca puntas con forma de rana y otros dos cuadernos con dibujos de animales en la portada que utilizaba para garabatear en ellos frases sin sentido. Apuntó mentalmente en su lista de ‘no volver’ esa cafetería, tenía las mesas de la terraza demasiado pequeñas para todo eso, el café y un cenicero. Cuando llegó el café sonrió y dio las gracias al camarero que miraba curioso todo el tinglado que tenía montado allí y encendió un cigarro antes de echar el azúcar en el café.

Realmente no tenía ni idea sobre lo que escribir, nunca se sentaba con un esquema definido y muchas veces era frustrante para ella llegar a ese punto en el que no sabía  cómo salir de las historias enrevesadas y profundamente tristes que su mente inventaba. Tampoco ayudaba mucho lo que tenía alrededor, normalmente las charlas de la gente o simplemente verlos interactuar le ayudaban a inspirarse, pero era horroroso escuchar las conversaciones a gritos de las mesas de al lado. Una familia intentando que su hijo de tres años desayunase, el crío les toreaba de todas las maneras posibles, su hermano mayor corría entre las mesas de los demás clientes empujando y molestando, y la madre gritaba en un inglés que no se entendía; un grupo de adolescentes que hablaban con voz chillona y decían poniendo las manos en el pecho un ‘oh my Good!’ cada cinco segundos, todas iguales, con el mismo pelo largo castaño cortado sin ningún tipo de capas, con sus pantalones vaqueros cortos y sus camisetas de tirantes de colores fosforitos. Si, odiaba a los adolescentes, seguramente ella también fue odiosa en su adolescencia, con esos pantalones de campana que le tapaban las feas plataformas. Una pareja de jubilados italianos se encontraban en otra mesa, ella perfectamente peinada, vestida y pintada bebía café mientras su impecable marido leía el periódico deportivo enfundado en un traje a medida.


Sobre una de las mesas una mano tamborileaba encima de un libro gordo del que no podía distinguir la portada desde su sitio, la mano pertenecía a un chico trajeado que hablaba por teléfono mientras hacía muecas de disgusto y ocultaba su mirada detrás de unas rayban wayfarer. Llamó al camarero con la mano y sin hacer ningún tipo de ruido pidió un café mientras hablaba por teléfono en un italiano con un acento raro que no conseguía ubicar. Ella sonrió al camarero cuando le trajo el café y echándole dos sobres de azúcar empezó a remover la cucharilla levantando la mirada de vez en cuando al chico trajeado de la otra mesa, si tenía un problema enorme con los señores con traje oscuro, lo sabía y le daba igual. Encendió un cigarro con la intención de no seguir mirando al chico, pero no lo consiguió y claro, al final él se dio cuenta y bajando sus gafas por la nariz movió la mano saludándola. Ella se puso del color de las sandías en junio y apretó los labios conteniendo una sonrisa.