miércoles, 24 de julio de 2013

Via Margutta 51 (segunda parte)



Nunca le habían gustado las flores, pero desde el día de la cafetería él le llevaba una diferente todas las noches al salir del trabajo, la esperaba frente a la tienda, con su traje oscuro y su sonrisa de lado, y claro empezó a ver el tema de las flores con otros ojos. Salían a comer y a cenar a restaurantes caros en los que el camarero te separaba la silla, no había toallas en el césped de los parques de la ciudad ni sol entre los árboles, era todo lo contrario a lo que había vivido anteriormente y a ella le gustaba. Empezó a usar zapatos de tacón, se compró dos pares, y no sólo de color negro como solía hacer, y se ponía las lentillas mucho más a menudo, incluso dejó de ponerse bragas de animales y super héroes para comprar cosas con puntillas y encajes.

Era divertido y diferente estar con él, hacían miles de cosas que en su vida podía haber imaginado hacer, como recorrer Roma bebiendo champán en la parte trasera de un coche o pagar 30 euros por un desayuno en una terraza frente al coliseo. Les gustaba tomar café en el bar al que ella había prometido no volver, pasear por el Trastevere al anochecer y ver las estrellas desde el apartamento que él tenía frente a la plaza de España. Pasaba casi todas las noches allí, y por las mañanas, como una rock star con el rímel corrrido volvía a ponerse la misma ropa de la noche anterior y él la dejaba en la puerta de su casa de camino al trabajo, se duchaba, se bebía un café y salía a escribir cosas bonitas y moñas que detestaba infinitamente.

Agosto en esa ciudad era mucho peor que los agostos que había pasado en Madrid, será porque los vivía de día y no únicamente de noche mientras iba borracha de fiesta en fiesta, hacía un calor horroroso que la hacía sudar como nunca lo había hecho, ya no buscaba terrazas a la sombra, si no aires acondicionados que estropeaban su garganta y hacían que se le concentrasen mocos en la frente de los que no se podía deshacer por más que tomase ese jarabe asqueroso.  Vivía con un constante dolor de cabeza que mantenía semi a ralla con ibuprofenos cada cuatro horas y café con hielo en cantidades exageradas.

Cuando estaban en el pequeño apartamento de Via Margutta era todo diferente, él se aflojaba la corbata, se subía las mangas de la camisa y se quitaba los zapatos para sentarse en el fío suelo de baldosas grises con vetas azuladas con ella para escuchar a los Beatles en el ipod que le había regalado. Sorprendentemente podía escuchar a los Beatles sin que su corazón explotase de la pena, aún habiéndolos escuchado hasta la saciedad anteriormente en momentos que querría olvidar podía pasarse horas tirada en el suelo con el repeat puesto en el Abby Road y la cabeza apoyada en su pecho. Él, en cambio, cada dos por tres tenía que contestar a una llamada, un email, o un mensaje, no podía simplemente cerrar los ojos y dejarse llevar, y ella no lo entendía. La música era para eso, los Beatles eran para eso, para cerrar los ojos e imaginar tu lugar favorito del mundo, ese en el que has estado millones de veces, ese que te hace sentir bien, o incluso ese en el que nunca has estado pero darías cualquier cosa por estar allí, mientras tarareas y pronuncias mal.

Cuando él descubrió la pequeña guitarra que escondía sobre el armario casi la obligó a tocar algo, ignorando que sólo existían canciones tristes en su repertorio, así que se tocó la más tristes de todas las que conocía en el mundo entero, M. Terminó llorando a lágrima viva y sorbiéndose los mocos mientras con un nudo en la garganta cantaba aquello de ‘No te preocupes que esto pasará, ya mañana estarás bien. Y me cogía la cabeza y la metía en su jersey’. Él con la boca abierta la miraba desde el otro lado de la cama, veía como la chica sonriente que conoció en el bar se convertía en algo muy pequeño y tembloroso que apenas podía sostener la guitarra entre sus manos. Se sintió tan culpable que no volvió a sugerir en ningún momento que tocase otra vez, incluso cuando en la radio sonaba alguna canción en castellano cambiaba de emisora.

La magia que siempre vio en Roma empezaba a apagarse a medida que se llenaba de turistas, mucho más de lo habitual. Las calles atestadas de gente en chanclas y gorra corriendo de un lado a otro le parecían el horror que le había parecido en su momento la Gran Vía un sábado a la tarde, la pequeña tienda del Trastevere en la que trabajaba se llenaba de turistas gritones que no compraban nada y revolvían todo mientras ella con una sonrisa falsa tenía que decir ‘gracie’ ocultando sus ganas de matar. Lo único que seguía pareciéndole mágico en esa ciudad era su pequeño apartamento en el que cada vez pasaba menos tiempo, el apartamento y por supuesto el Foro iluminado por las noches, cuando corría una leve brisa que movía las faldas de sus vestidos.

Se empezó a agobiar de la misma manera que se agobió en Madrid, empezó a encontrar todos los momentos que pasaba con él incómodos, ya no le gustaba la forma en la que le ponía la mano en la espalda, ni como elegía por ella siempre que iban a comer, llegó hasta a encontrar horroroso el modo en el que le caía el flequillo sobre las cejas, cosa casi imposible. Odiaba las burbujas del champán que bebían sin parar, se emborrachaba mucho en sitios finos y se reía muy alto mientras las señoras muy maquilladas la miraban y cuchicheaban mientras él ponía caras de disculpa a todos los camareros de Roma.
Dejó de desayunar…


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