lunes, 27 de mayo de 2013

Via Margutta 51


Despertarse en aquella calle era fabuloso, olía a Toscana aún sin estar en ella, en los bajos de su edificio había una trattoria. Todos los días, en pijama, salía con su taza de café a la pequeña terraza y leía el periódico en internet mientras el sol de las 9 de la mañana le daba en la cara llenando su barriga de mariposas. Era estupendo vivir en Roma, no tenía nada que hacer por las mañanas, pero raro era el día que se levantaba más tarde de las 10, estar en esa ciudad y no pasear sus calles sin descanso era pecado capital.

Las ventanas de su pequeño apartamento daban a un gran patio, las casas eran de dos alturas, y desde su terraza se veía la calle estrecha y poco soleada llena de plantas por la que salías a un mundo de ruido  y sol. En las calles italianas siempre se escucha una cháchara eterna, y aquella calle era un barrio en el que las señoras hablaban en la puerta de sus casas con el delantal puesto, señoras italianas con mala leche, señoras italianas que hablaban gritando como enfadadas, señoras italianas que te sonreían y te abrazaban como si fueses su sobrina aunque hiciese dos semanas que te conocían. Casi todos los días cenaba con lo que las vecinas le daban, platos italianos de esos que están muy buenos y que engordan un montón, ella lo agradecía con su fluido italiano y su mejor sonrisa.

Paseaba Roma con faldas y vestidos, Roma no estaba hecha para pasearla en pantalón, y menos en primavera. Se creía Audrey Hepburn en ‘vacaciones en roma’ cuando llevaba la falda plisada azul y la camisa blanca mientras recorría las calles sin creerse una turista, queriendo ser una ciudadana romana más, mirando con desdén a aquellos que querían fotografiar todo sin mirar nada, sólo ’click, click, click’. Solía apartarse de las calles más concurridas, y pasaba las mañanas en las terrazas de mesas blancas leyendo o escribiendo al sol, en el poco tiempo que llevaba allí había escrito más que en los últimos meses en Madrid. Había sido todo un acierto el salir de Malasaña casi corriendo, dejando atrás la gran ciudad, su ruido y su música constante. Al principio aquello de no dejar de escuchar música había sido una bendición, era todo lo que había deseado en la vida y era feliz, pero al final había resultado todo lo contrario, la música se había vuelto en su contra pegándole una bofetada tras otra, hasta que metió todos sus vestidos en una maleta y se fue a Roma.

Tomaba un café tras otro hasta que llegaba la hora de entrar a trabajar en aquella tienda del Trastevere, comía poco, cada vez menos, casi toda la ropa le venía grande y se ajustaba los vestidos con cinturones creando un look casual cuando en realidad apretaba la tristeza bajo la hebilla. Había encontrado un trabajo de tarde en una pequeña tienda de ropa preciosa con una puerta de forja blanca en la entrada, vendía vestidos de flores, camisas de lunares y parisinas con lazos gigantes que le permitía pagar el pequeño apartamento de una habitación con cocina, baño y esa pequeña terraza desde la que saludaba a la vida todas las mañanas.


Sólo escuchaba viejas canciones italianas y únicamente veía películas antiguas en las que normalmente la protagonista era la Lollobrigida, antes de montar en el avión había borrado toda la música tanto de su ordenador como de su ipod y el único disco que metió en su maleta fue el ‘mentiras piadosas’ de Sabina, podía permitirse el vivir sin música, pero no sin Joaquín.

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