Sentada en el suelo de la
vieja cocina y rodeada de platos de colores rotos tenía la cabeza entre las
piernas a las que se abrazaba mientras escuchaba como las gotas de lluvia
manchaban los cristales que había limpiado la mañana anterior. Sollozaba fuerte,
muy fuerte, con la falta de aire que te da el saber que no puedes hacer nada
por arreglar el gran destrozo que es tu vida.
Él estaba agachado frente
a ella, acariciándole la cabeza mientras intentaba calmar esa desesperación que
salía de las respiraciones entrecortadas de la chica, hablaba en un tono neutro
con ese acento que tanto le gustaba y le desagradaba a la vez, decía que pronto
se encontraría mejor y que en unos días estaría cantando cosas alegres por los
bares del mundo, en los que seguramente se encontrarían y todo estaría
perdonado.
Ella levantó la cabeza
mientras la movía de un lado a otro negando sus
palabras. Él tranquilamente le quitó las gafas y las limpió con la
camiseta del pijama que aún tenía puesta, ella también estaba en pijama y el
pelo lo llevaba recogido en un moño medio deshecho, de los que te haces al
levantarte, cuando todo parece bonito mientras esperas que suba el café
canturreando. Hasta que él empezó a hablar y ella a tirar las tazas de lunares
de la mesa a manotazos, como una desquiciada, que era lo que parecía ahora
mismo en el suelo de aquella cocina. Repetía una y otra vez ‘saldremos de esta’
con los ojos miopes llenos de lágrimas, como si al decirlo muchas veces se
hiciera realidad, como los niños pequeños. Él también se sentó en el suelo, la
acercó a su pecho y la abrazó fuerte acariciándole el brazo izquierdo
lentamente.
Nadie más lo entenderá,
sólo los que allí estuvieron sonreirán
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