Con tanto bar moderno de
paredes blancas y negras nos hemos olvidado de la magia de las tabernas oscuras
con mesas de madera en las que el camarero casi siempre lleva bigote. La verdad
es que desde que ya no se puede fumar en los espacios públicos hacerse la
bohemia tomando un café con leche es mucho más complicado, y ella era muy de
eso, de café y cigarro mirando la lluvia por los cristales de la cafetería
mientras escribía frases sin sentido en servilletas. Pero sigue prefiriendo los
bares pequeños y oscuros a los Starbucks de la gran vía.
El chubasquero amarillo goteando
colgaba de la silla de enfrente y el café que había pedido humeaba a su
derecha, ahora es cuando se encendería un cigarro mientras escribía cosas de
indie de mierda retozando en su dolor interior. De tardes de domingo con resaca
tirada sobre la alfombra del salón, de señores que desayunan en cocinas sin
reformar, de pisos en la última planta del edificio, de discos que nadie quiere
dar la vuelta, de historias de bares… de querer ser eterna, de querer ser
canción.
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