Estaban en el típico bar
del centro de la ciudad, en el que se pegan los vasos a la barra y las mesas
están grasientas, todo tenía un aspecto como gris envejecido y olía raro, pero
era lo único que a esas horas estaba abierto un miércoles a esas horas de la
noche, y ellos lo sabían.
La mesa en la que estaban
sentados se les quedaba pequeña, los botellines vacíos de cerveza barata se
acumulaban en la esquina que pegaba a la pared de gotelé que en una vida
anterior había sido blanca. Uno sentado al lado del otro cantaron entre
susurros esa horrible canción que sonaba en la televisión con su videoclip
pasado de moda, él tenía la mano en la pierna de ella, y paseaba la yema de los
dedos por el muslo cubierto por las medias negras más gordas que había visto en
su vida. Ella sabía perfectamente que esos juegos bajo la mesa eran el avance a
algo que no pasaría, que al salir del bar medio borrachos probablemente el la
cogería de la cintura hasta el portal, que subirían las escaleras pegados y que
se acurrucarían en el sofá bajo la manta.
Y así fue
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