En esa casa no teníamos
chimenea, tampoco hacía tiempo de encenderla a principios de otoño aunque lo de
ir descalza pisando la madera se había terminado y los calcetines de colores
tapaban nuestros pies que cada día estaban más blancos como si el verano no
hubiese existido y todo fuese marrón y amarillo, como si los días azules
hubieran sido un mísero sueño.
Era una tarde de domingo
y hacía poco que nos habíamos levantado, yo moría con una de esas resacas en
las que sólo quieres abrazar el corazón del amor y morir lentamente mientras
suenan canciones tristes. Tú no tenías resaca, sólo ganas de tocar canciones
tristes para mi… y para ti, mientras estábamos tumbados en la alfombra del
salón.
Me encantaba esa casa del
centro de Madrid desde la que podías ir a todos los sitios andando, en la que
la luz entraba poco y todos éramos melancólicos corta venas y retozábamos en
nuestro dolor interno ante una mínima ocasión. Los tres nos contagiábamos
cuando estábamos tristes, pero tu y yo teníamos una conexión especial para
sufrir, y que encima nos gustase torturarnos con canciones que hacen daño,
escuchando, cantando mal o bien, tocando, susurrando…
Y claro, cuando empezaste
a tocar las primeras notas de esa canción de Sabina no pude hacer otra cosa más
que mirarte, suspirar como en los dibujos animados y empezar a susurrar aquello
de que puedo ponerme humilde y decir que no soy la mejor, que me falta valor
para atarte a mi cama...
Tú seguías tumbado en el
suelo boca arriba mirando al techo mientras tocabas y canturreabas frases
sueltas de la canción que claramente no te sabías ‘Tu manta y tu frío, tu
resaca, tu lunes, tu hastío…’
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