Ella fue a su casa cerca de la playa
para poder pasar unos días juntos, pudiendo ver la luz del día y
olvidar esos dolores de cabeza que le daba pensar en todas y cada una
de las consecuencias de esa relación extraña que tenían, que eran
muchas.
Desde el primer momento en el que se
vieron sabían que tarde o temprano acabarían besándose entre
botellas de vino, a los dos les dio igual que ella estuviera en ese
momento cenando con otro, se miraron fijamente hasta que ella
parpadeó muy rápido y apartó la mirada hasta su copa de vino
blanco que no iba para nada con el postre que estaba comiendo en ese
momento. Se puso roja, y no sólo por las muchas copas de más que
llevaba encima, el chico con el que cenaba les presentó y
educadamente le dio dos besos con los ojos cerrados aspirando su
olor. Ella siempre había sido mucho de olores, que no de colonias.
Ahora estaba en su enorme y plateada
cocina mirando como él preparaba el desayuno, cómo si en el mundo
sólo hubiera un pijama se habían repartido las piezas, y desde el
taburete agarrándose las rodillas contra el pecho veía su espalda
desnuda contraerse al ritmo con el que batía los huevos para
hacer tortitas. Aquello olía a chocolate y café. Podría cambiar
sin pensarlo ni un segundo toda su casa por esa cocina, es más, podría cambiar toda su vida por pasar una semana dentro de esa
cocina. No necesitaba nada más, había comida y él llevaba sólo el
pantalón del pijama y un delantal sin una sola mancha. Estaba
descalzo.
Ella bajó de la silla y sigilosamente
se acercó a él, la cabeza le llegaba a media espalda, apoyó los
labios sobre su piel y susurró 'Has cerrado los enormes agujeros de
gusano...'
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