Nunca le habían gustado
las flores, pero desde el día de la cafetería él le llevaba una diferente todas
las noches al salir del trabajo, la esperaba frente a la tienda, con su traje
oscuro y su sonrisa de lado, y claro empezó a ver el tema de las flores con
otros ojos. Salían a comer y a cenar a restaurantes caros en los que el
camarero te separaba la silla, no había toallas en el césped de los parques de
la ciudad ni sol entre los árboles, era todo lo contrario a lo que había vivido
anteriormente y a ella le gustaba. Empezó a usar zapatos de tacón, se compró
dos pares, y no sólo de color negro como solía hacer, y se ponía las lentillas
mucho más a menudo, incluso dejó de ponerse bragas de animales y super héroes
para comprar cosas con puntillas y encajes.
Era divertido y diferente
estar con él, hacían miles de cosas que en su vida podía haber imaginado hacer,
como recorrer Roma bebiendo champán en la parte trasera de un coche o pagar 30
euros por un desayuno en una terraza frente al coliseo. Les gustaba tomar café
en el bar al que ella había prometido no volver, pasear por el Trastevere al anochecer
y ver las estrellas desde el apartamento que él tenía frente a la plaza de España.
Pasaba casi todas las noches allí, y por las mañanas, como una rock star con el
rímel corrrido volvía a ponerse la misma ropa de la noche anterior y él la
dejaba en la puerta de su casa de camino al trabajo, se duchaba, se bebía un
café y salía a escribir cosas bonitas y moñas que detestaba infinitamente.
Agosto en esa ciudad era
mucho peor que los agostos que había pasado en Madrid, será porque los vivía de
día y no únicamente de noche mientras iba borracha de fiesta en fiesta, hacía
un calor horroroso que la hacía sudar como nunca lo había hecho, ya no buscaba
terrazas a la sombra, si no aires acondicionados que estropeaban su garganta y
hacían que se le concentrasen mocos en la frente de los que no se podía
deshacer por más que tomase ese jarabe asqueroso. Vivía con un constante dolor de cabeza que
mantenía semi a ralla con ibuprofenos cada cuatro horas y café con hielo en
cantidades exageradas.
Cuando estaban en el
pequeño apartamento de Via Margutta era todo diferente, él se aflojaba la
corbata, se subía las mangas de la camisa y se quitaba los zapatos para
sentarse en el fío suelo de baldosas grises con vetas azuladas con ella para
escuchar a los Beatles en el ipod que le había regalado. Sorprendentemente
podía escuchar a los Beatles sin que su corazón explotase de la pena, aún
habiéndolos escuchado hasta la saciedad anteriormente en momentos que querría
olvidar podía pasarse horas tirada en el suelo con el repeat puesto en el Abby
Road y la cabeza apoyada en su pecho. Él, en cambio, cada dos por tres tenía
que contestar a una llamada, un email, o un mensaje, no podía simplemente
cerrar los ojos y dejarse llevar, y ella no lo entendía. La música era para
eso, los Beatles eran para eso, para cerrar los ojos e imaginar tu lugar
favorito del mundo, ese en el que has estado millones de veces, ese que te hace
sentir bien, o incluso ese en el que nunca has estado pero darías cualquier
cosa por estar allí, mientras tarareas y pronuncias mal.
Cuando él descubrió la
pequeña guitarra que escondía sobre el armario casi la obligó a tocar algo,
ignorando que sólo existían canciones tristes en su repertorio, así que se tocó
la más tristes de todas las que conocía en el mundo entero, M. Terminó llorando
a lágrima viva y sorbiéndose los mocos mientras con un nudo en la garganta cantaba
aquello de ‘No te preocupes que esto pasará, ya mañana estarás bien. Y me cogía
la cabeza y la metía en su jersey’. Él con la boca abierta la miraba desde el
otro lado de la cama, veía como la chica sonriente que conoció en el bar se
convertía en algo muy pequeño y tembloroso que apenas podía sostener la
guitarra entre sus manos. Se sintió tan culpable que no volvió a sugerir en
ningún momento que tocase otra vez, incluso cuando en la radio sonaba alguna
canción en castellano cambiaba de emisora.
La magia que siempre vio
en Roma empezaba a apagarse a medida que se llenaba de turistas, mucho más de
lo habitual. Las calles atestadas de gente en chanclas y gorra corriendo de un
lado a otro le parecían el horror que le había parecido en su momento la Gran Vía
un sábado a la tarde, la pequeña tienda del Trastevere en la que trabajaba se
llenaba de turistas gritones que no compraban nada y revolvían todo mientras
ella con una sonrisa falsa tenía que decir ‘gracie’ ocultando sus ganas de
matar. Lo único que seguía pareciéndole mágico en esa ciudad era su pequeño
apartamento en el que cada vez pasaba menos tiempo, el apartamento y por
supuesto el Foro iluminado por las noches, cuando corría una leve brisa que
movía las faldas de sus vestidos.
Se empezó a agobiar de la
misma manera que se agobió en Madrid, empezó a encontrar todos los momentos que
pasaba con él incómodos, ya no le gustaba la forma en la que le ponía la mano
en la espalda, ni como elegía por ella siempre que iban a comer, llegó hasta a
encontrar horroroso el modo en el que le caía el flequillo sobre las cejas,
cosa casi imposible. Odiaba las burbujas del champán que bebían sin parar, se
emborrachaba mucho en sitios finos y se reía muy alto mientras las señoras muy maquilladas
la miraban y cuchicheaban mientras él ponía caras de disculpa a todos los
camareros de Roma.
Dejó de desayunar…
No hay comentarios:
Publicar un comentario